La SaLud de los enfeRmoS
miércoles, 25 de agosto de 2010
Julio Cortázar (1914-1984) - Aberto Laiseca
1)
Casa tomada
2)
Continuidad de
los parques
De "Final de juego", 1956
Había empezado a leer la novela
unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando
regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por
el dibujo de los personajes. Esa tarde después de escribir una carta a su
apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías, volvió al
libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles.
Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera
molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano
izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los
últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes
de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del
placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba y
sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto
respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de
los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a
palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia
las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del
último encuentro en la cabaña del monte.
Primero entraba la mujer,
recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una
rama. Admirablemente restañaba ella la sangre con sus besos pero él rechazaba
las caricias, no había venido a repetir las ceremonias de una pasión secreta,
protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se
entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo
anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes y se sentía que
todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo
del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la
figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado,
coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora, cada instante tenía
su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía
apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.
Sin mirarse ya, atados
rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la
cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta
él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez,
parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva
del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y
no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres
peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban
las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una escalera
alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en
la segunda. La puerta del salón, y entonces: el puñal en la mano, la luz de los
ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del
hombre en el sillón leyendo una novela.
FIN
La SaLud de los enfeRmoS
3)
La SaLud de los enfeRmoS
De "Todos los fuegos el fuego", 1966.
Cuando inesperadamente tía Clelia
se sintió mal, en la familia hubo un momento de pánico y por varias horas nadie
fue capaz de reaccionar y discutir un plan de acción, ni siquiera tío Roque que
encontraba siempre la salida más atinada. A Carlos lo llamaron por teléfono a
la oficina, Rosa y Pepa despidieron a los alumnos de piano y solfeo, y hasta
tía Clelia se preocupó más por mamá que por ella misma. Estaba segura de que lo
que sentía no era grave, pero a mamá no se le podían dar noticias inquietantes
con su presión y su azúcar, de sobra sabían todos que el doctor Bonifaz había
sido el primero en comprender y aprobar que le ocultaran a mamá lo de
Alejandro. Si tía Clelia tenía que guardar cama era necesario encontrar alguna
manera de que mamá no sospechara que estaba enferma, pero ya lo de Alejandro se
había vuelto tan difícil y ahora se agregaba esto; la menor equivocación, y
acabaría por saber la verdad. Aunque la casa era grande, había que tener en
cuenta el oído tan afinado de mamá y su inquietante capacidad para adivinar
dónde estaba cada uno. Pepa, que había llamado al doctor Bonifaz desde el
teléfono de arriba, avisó a sus hermanos que el médico vendría lo antes posible
y que dejaran entornada la puerta cancel para que entrase sin llamar. Mientras
Rosa y tío Roque atendían a tía Clelia que había tenido dos desmayos y se
quejaba de un insoportable dolor de cabeza, Carlos se quedó con mamá para
contarle las novedades del conflicto diplomático con el Brasil y leerle las
últimas noticias. Mamá estaba de buen humor esa tarde y no le dolía la cintura
como casi siempre a la hora de la siesta. A todos les fue preguntando qué les
pasaba que parecían tan nerviosos, y en la casa se habló de la baja presión y
de los efectos nefastos de los mejoradores en el pan. A la hora del té vino tío
Roque a charlar con mamá, y Carlos pudo darse un baño y quedarse a la espera
del médico. Tía Clelia seguía mejor, pero le costaba moverse en la cama y ya
casi no se interesaba por lo que tanto la había preocupado al salir del primer vahído.
Pepa y Rosa se turnaron junto a ella, ofreciéndole té y agua sin que les
contestara; la casa se apaciguó con el atardecer y los hermanos se dijeron que
tal vez lo de tía Clelia no era grave, y que a la tarde siguiente volvería a
entrar en el dormitorio de mamá como si no le hubiese pasado nada.
Con Alejandro las cosas habían
sido mucho peores, porque Alejandro se había matado en un accidente de auto a
poco de llegar a Montevideo donde lo esperaban en casa de un ingeniero amigo.
Ya hacía casi un año de eso, pero siempre seguía siendo el primer día para los
hermanos y los tíos, para todos menos para mamá ya que para mamá Alejandro
estaba en el Brasil donde una firma de Recife le había encargado la instalación
de una fábrica de cemento. La idea de preparar a mamá, de insinuarle que
Alejandro había tenido un accidente y que estaba levemente herido, no se les
había ocurrido siquiera después de las prevenciones del doctor Bonifaz. Hasta
María Laura, más allá de toda comprensión en esas primeras horas, había
admitido que no era posible darle la noticia a mamá. Carlos y el padre de María
Laura viajaron al Uruguay para traer el cuerpo de Alejandro, mientras la
familia cuidaba como siempre de mamá que ese día estaba dolorida y difícil. El
club de ingeniería aceptó que el velorio se hiciera en su sede y Pepa, la más
ocupada con mamá, ni siquiera alcanzó a ver el ataúd de Alejandro mientras los
otros se turnaban de hora en hora y acompañaban a la pobre María Laura perdida
en un horror sin lágrimas. Como casi siempre, a tío Roque le tocó pensar. Habló
de madrugada con Carlos, que lloraba silenciosamente a su hermano con la cabeza
apoyada en la carpeta verde de la mesa del comedor donde tantas veces habían
jugado a las cartas. Después se les agregó tía Clelia, porque mamá dormía toda
la noche y no había que preocuparse por ella. Con el acuerdo tácito de Rosa y
de Pepa, decidieron las primeras medidas, empezando por el secuestro de La
Nación –a veces mamá se animaba a leer el diario unos minutos– y todos
estuvieron de acuerdo con lo que había pensado el tío Roque. Fue así como una
empresa brasileña contrató a Alejandro para que pasara un año en Recife, y
Alejandro tuvo que renunciar en pocas horas a sus breves vacaciones en casa del
ingeniero amigo, hacer su valija y saltar al primer avión. Mamá tenía que
comprender que eran nuevos tiempos, que los industriales no entendían de
sentimientos, pero Alejandro ya encontraría la manera de tomarse una semana de
vacaciones a mitad de año y bajar a Buenos Aires. A mamá le pareció muy bien
todo eso, aunque lloró un poco y hubo que darle a respirar sus sales. Carlos,
que sabía hacerla reír, le dijo que era una vergüenza que llorara por el primer
éxito del benjamín de la familia, y que a Alejandro no le hubiera gustado
enterarse de que recibían así la noticia de su contrato. Entonces mamá se
tranquilizó y dijo que bebería un dedo de málaga a la salud de Alejandro.
Carlos salió bruscamente a buscar el vino, pero fue Rosa quien lo trajo y quien
brindó con mamá.
La vida de mamá era bien penosa,
y aunque poco se quejaba había que hacer todo lo posible por acompañarla y
distraerla. Cuando al día siguiente del entierro de Alejandro se extrañó de que
María Laura no hubiese venido a visitarla como todos los jueves, Pepa fue por
la tarde a casa de los Novalli para hablar con María Laura. A esa hora tío
Roque estaba en el estudio de un abogado amigo, explicándole la situación; el
abogado prometió escribir inmediatamente a su hermano que trabajaba en Recife
(las ciudades no se elegían al azar en casa de mamá) y organizar lo de la
correspondencia. El doctor Bonifaz ya había visitado como por casualidad a
mamá, y después de examinarle la vista la encontró bastante mejor pero le pidió
que por unos días se abstuviera de leer los diarios. Tía Clelia se encargó de
comentarle las noticias más interesantes; por suerte a mamá no le gustaban los
noticieros radiales porque eran vulgares y a cada rato había avisos de remedios
nada seguros que la gente tomaba contra viento y marea y así les iba.
María Laura vino el viernes por
la tarde y habló de lo mucho que tenía que estudiar para los exámenes de
arquitectura.
–Sí, mi hijita –dijo mamá,
mirándola con afecto–. Tenés los ojos colorados de leer, y eso es malo. Ponete
unas compresas con hamamelis, que es lo mejor que hay.
Rosa y Pepa estaban ahí para
intervenir a cada momento en la conversación, y María Laura pudo resistir y
hasta sonrió cuando mamá se puso a hablar de ese pícaro de novio que se iba tan
lejos y casi sin avisar. La juventud moderna era así, el mundo se había vuelto
loco y todos andaban apurados y sin tiempo para nada. Después mamá se perdió en
las ya sabidas anécdotas de padres y abuelos, y vino el café y después entró
Carlos con bromas y cuentos, y en algún momento tío Roque se paró en la puerta del
dormitorio y los miró con su aire bonachón, y todo pasó como tenía que pasar
hasta la hora del descanso de mamá.
La familia se fue habituando, a
María Laura le costó más pero en cambio sólo tenía que ver a mamá los jueves;
un día llegó la primera carta de Alejandro (mamá se había extrañado ya dos
veces de su silencio) y Carlos se la leyó al pie de la cama. A Alejandro le
había encantado Recife, hablaba del puerto, de los vendedores de papagayos y
del sabor de los refrescos, a la familia se le hacía agua la boca cuando se
enteraba de que los ananás no costaban nada, y que el café era de verdad y con
una fragancia... Mamá pidió que le mostraran el sobre, y dijo que habría que
darle la estampilla al chico de los Marolda que era filatelista, aunque a ella
no le gustaba nada que los chicos anduvieran con las estampillas porque después
no se lavaban las manos y las estampillas habían rodado por todo el mundo.
–Les pasan la lengua para
pegarlas – decía siempre mamá– y los microbios quedan ahí y se incuban, es sabido.
Pero dásela lo mismo, total ya tiene tantas que una más...
Al otro día mamá llamó a Rosa y
le dictó una carta para Alejandro, preguntándole cuándo iba a poder tomarse
vacaciones y si el viaje no le costaría demasiado. Le explicó cómo se sentía y
le habló del ascenso que acababan de darle a Carlos y del premio que había
sacado uno de los alumnos de piano de Pepa. También le dijo que María Laura la
visitaba sin faltar ni un solo jueves, pero que estudiaba demasiado y que eso
era malo para la vista. Cuando la carta estuvo escrita, mamá la firmó al pie
con un lápiz, y besó suavemente el papel. Pepa se levantó con el pretexto de ir
a buscar un sobre, y tía Clelia vino con las pastillas de las cinco y unas
flores para el jarrón de la cómoda
Nada era fácil, porque en esa
época la presión de mamá subió todavía más y la familia llegó a preguntarse si
no habría alguna influencia inconsciente, algo que desbordaba del
comportamiento de todos ellos, una inquietud y un desánimo que hacían daño a
mamá a pesar de las precauciones y la falsa alegría. Pero no podía ser, porque
a fuerza de fingir las risas todos habían acabado por reírse de veras con mamá,
y a veces se hacían bromas y se tiraban manotazos aunque no estuvieran con
ella, y después se miraban como si se despertaran bruscamente, y Pepa se ponía
muy colorada y Carlos encendía un cigarrillo con la cabeza gacha. Lo único
importante en el fondo era que pasara el tiempo y que mamá no se diese cuenta
de nada. Tío Roque había hablado con el doctor Bonifaz, y todos estaban de
acuerdo en que había que continuar indefinidamente la comedia piadosa, como la
calificaba tía Clelia. El único problema eran las visitas de María Laura porque
mamá insistía naturalmente en hablar de Alejandro, quería saber si se casarían
apenas él volviera de Recife o si ese loco de hijo iba a aceptar otro contrato
lejos y por tanto tiempo. No quedaba más remedio que entrar a cada momento en
el dormitorio y distraer a mamá, quitarle a María Laura que se mantenía muy
quieta en su silla, con las manos apretadas hasta hacerse daño, pero un día
mamá le preguntó a tía Clelia por qué todos se precipitaban en esa forma cuando
María Laura venía a verla, como si fuera la única ocasión que tenían de estar
con ella. Tía Clelia se echó a reír y le dijo que todos veían un poco a
Alejandro en María Laura, y que por eso les gustaba estar con ella cuando venía
–Tenés razón, María Laura es tan
buena –dijo mamá–. El bandido de mi hijo no se la merece, creeme.
–Mirá quién habla –dijo tía
Clelia–. Si se te cae la baba cuando nombrás a tu hijo.
Mamá también se puso a reír, y se
acordó de que en esos días iba a llegar carta de Alejandro. La carta llegó y
tío Roque la trajo junto con el té de las cinco. Esa vez mamá quiso leer la
carta y pidió sus anteojos de ver cerca. Leyó aplicadamente, como si cada frase
fuera un bocado que había que dar vueltas y vueltas paladeándolo.
–Los muchachos de ahora no tienen
respeto –dijo sin darle demasiada importancia–. Está bien que en mi tiempo no
se usaban esas máquinas, pero yo no me hubiera atrevido jamás a escribir así a
mi padre, ni vos tampoco.
–Claro que no –dijo tío Roque–.
Con el genio que tenía el viejo.
–A vos no se te cae nunca eso del
viejo, Roque. Sabés que no me gusta oírtelo decir, pero te da igual. Acordate
cómo se ponía mamá.
–Bueno, está bien. Lo de viejo es
una manera de decir, no tiene nada que ver con el respeto
–Es muy raro –dijo mamá,
quitándose los anteojos y mirando las molduras del cielo raso–. Ya van cinco o
seis cartas de Alejandro, y en ninguna me llama... Ah, pero es un secreto entre
los dos. Es raro, sabés. ¿Por qué no me ha llamado así ni una sola vez?
–A lo mejor al muchacho le parece
tonto escribírtelo. Una cosa es que te diga... ¿cómo te dice?...
–Es un secreto –dijo mamá–. Un
secreto entre mi hijito y yo.
Ni Pepa ni Rosa sabían de ese
nombre, y Carlos se encogió de hombros cuando le preguntaron.
–¿Qué querés, tío? Lo más que
puedo hacer es falsificarle la firma. Yo creo que mamá se va a olvidar de eso,
no te lo tomés tan a pecho.
A los cuatro o cinco meses,
después de una carta de Alejandro en la que explicaba lo mucho que tenía que
hacer (aunque estaba contento porque era una gran oportunidad para un ingeniero
joven), mamá insistió en que ya era tiempo de que se tomara unas vacaciones y
bajara a Buenos Aires. A Rosa, que escribía la respuesta de mamá, le pareció
que dictaba más lentamente, como si hubiera estado pensando mucho cada frase.
–Vaya a saber si el pobre podrá
venir –comentó Rosa como al descuido–. Sería una lástima que se malquiste con
la empresa justamente ahora que le va tan bien y está tan contento.
Mamá siguió dictando como si no
hubiera oído. Su salud dejaba mucho que desear y le hubiera gustado ver a
Alejandro, aunque sólo fuese por unos días. Alejandro tenía que pensar también
en María Laura, no porque ella creyese que descuidaba a su novia, pero un
cariño no vive de palabras bonitas y promesas a la distancia. En fin, esperaba
que Alejandro le escribiera pronto con buenas noticias. Rosa se fijó que mamá
no besaba el papel después de firmar, pero que miraba fijamente la carta como
si quisiera grabársela en la memoria. "Pobre Alejandro", pensó Rosa,
y después se santiguó bruscamente sin que mamá la viera.
–Mirá –le dijo tío Roque a Carlos
cuando esa noche se quedaron solos para su partida de dominó–, yo creo que esto
se va a poner feo. Habrá que inventar alguna cosa plausible, o al final se dará
cuenta.
–Qué sé yo, tío. Lo mejor será
que Alejandro conteste de una manera que la deje contenta por un tiempo más. La
pobre está tan delicada, no se puede ni pensar en...
–Nadie habló de eso, muchacho.
Pero yo te digo que tu madre es de las que no aflojan. Está en la familia, che.
Mamá leyó sin hacer comentarios
la respuesta evasiva de Alejandro, que trataría de conseguir vacaciones apenas
entregara el primer sector instalado de la fábrica. Cuando esa tarde llegó
María Laura, le pidió que intercediera para que Alejandro viniese aunque no
fuera más que una semana a Buenos Aires. María Laura le dijo después a Rosa que
mamá se lo había pedido en el único momento en que nadie más podía escucharla.
Tío Roque fue el primero en sugerir lo que todos habían pensado ya tantas veces
sin animarse a decirlo por lo claro, y cuando mamá le dictó a Rosa otra carta
para Alejandro, insistiendo en que viniera, se decidió que no quedaba más
remedio que hacer la tentativa y ver si mamá estaba en condiciones de recibir
una primera noticia desagradable. Carlos consultó al doctor Bonifaz, que
aconsejó prudencia y unas gotas. Dejaron pasar el tiempo necesario, y una tarde
tío Roque vino a sentarse a los pies de la cama de mamá, mientras Rosa cebaba
un mate y miraba por la ventana del balcón, al lado de la cómoda de los
remedios.
–Fijate que ahora empiezo a
entender un poco por qué este diablo de sobrino no se decide a venir a vernos
–dijo tío Roque–. Lo que pasa es que no te ha querido afligir, sabiendo que
todavía no estás bien.
Mamá lo miró como si no
comprendiera.
–Hoy telefonearon los Novalli,
parece que María Laura recibió noticias de Alejandro. Está bien, pero no va a
poder viajar por unos meses.
–¿Por qué no va a poder viajar?
–preguntó mamá.
–Porque tiene algo en un pie,
parece. En el tobillo, creo. Hay que preguntarle a María Laura para que diga lo
que pasa. El viejo Novalli habló de una fractura o algo así.
–¿Fractura de tobillo? –dijo
mamá.
Antes de que tío Roque pudiera
contestar, ya Rosa estaba con el frasco de sales. El doctor Bonifaz vino en
seguida, y todo pasó en unas horas, pero fueron horas largas y el doctor
Bonifaz no se separó de la familia hasta entrada la noche. Recién dos días
después mamá se sintió lo bastante repuesta como para pedirle a Pepa que le
escribiera a Alejandro. Cuando Pepa, que no había entendido bien, vino como
siempre con el block y la lapicera, mamá cerró los ojos y negó con la cabeza.
–Escribile vos, nomás. Decile que
se cuide.
Pepa obedeció, sin saber por qué
escribía una frase tras otra puesto que mamá no iba a leer la carta. Esa noche
le dijo a Carlos que todo el tiempo, mientras escribía al lado de la cama de
mamá, había tenido la absoluta seguridad de que mamá no iba a leer ni a firmar
esa carta. Seguía con los ojos cerrados y no los abrió hasta la hora de la
tisana; parecía haberse olvidado, estar pensando en otras cosas.
Alejandro contestó con el tono
más natural del mundo, explicando que no había querido contar lo de la fractura
para no afligirla. Al principio se habían equivocado y le habían puesto un yeso
que hubo de cambiar, pero ya estaba mejor y en unas semanas podría empezar a
caminar. En total tenía para unos dos meses, aunque lo malo era que su trabajo
se había retrasado una barbaridad en el peor momento, y...
Carlos, que leía la carta en voz
alta, tuvo la impresión de que mamá no lo escuchaba como otras veces. De cuando
en cuando miraba el reloj, lo que en ella era signo de impaciencia. A las siete
Rosa tenía que traerle el caldo con las gotas del doctor Bonifaz, y eran las
siete y cinco.
–Bueno –dijo Carlos, doblando la
carta–. Ya ves que todo va bien, al pibe no le ha pasado nada serio.
–Claro –dijo mamá–. Mirá, decile
a Rosa que se apure, querés.
A María Laura, mamá le escuchó
atentamente las explicaciones sobre la fractura de Alejandro, y hasta le dijo
que le recomendara unas fricciones que tanto bien le habían hecho a su padre
cuando la caída del caballo en Matanzas. Casi en seguida, como si formara parte
de la misma frase, preguntó si no le podían dar unas gotas de agua de azahar,
que siempre le aclaraban la cabeza.
La primera en hablar fue María
Laura, esa misma tarde. Se lo dijo a Rosa en la sala, antes de irse, y Rosa se
quedó mirándola como si no pudiera creer lo que había oído.
–Por favor –dijo Rosa–. ¿Cómo
podés imaginarte una cosa así?
–No me la imagino, es la verdad
–dijo María Laura–. Y yo no vuelvo más, Rosa, pídanme lo que quieran, pero yo
no vuelvo a entrar en esa pieza.
En el fondo a nadie le pareció
demasiado absurda la fantasía de María Laura, pero tía Clelia resumió el
sentimiento de todos cuando dijo que en una casa como la de ellos un deber era
un deber. A Rosa le tocó ir a lo de los Novalli, pero María Laura tuvo un
ataque de llanto tan histérico que no quedó más remedio que acatar su decisión;
Pepa y Rosa empezaron esa misma tarde a hacer comentarios sobre lo mucho que
tenía que estudiar la pobre chica y lo cansada que estaba. Mamá no dijo nada, y
cuando llegó el jueves no preguntó por María Laura. Ese jueves se cumplían diez
meses de la partida de Alejandro al Brasil. La empresa estaba tan satisfecha de
sus servicios, que unas semanas después le propusieron una renovación del
contrato por otro año, siempre que aceptara irse de inmediato a Belén para
instalar otra fábrica. A tío Roque le parecía eso formidable, un gran triunfo
para un muchacho de tan pocos años.
–Alejandro fue siempre el más
inteligente –dijo mamá–. Así como Carlos es el más tesonero.
–Tenés razón –dijo tío Roque,
preguntándose de pronto qué mosca le habría picado aquel día a María Laura–. La
verdad es que te han salido unos hijos que valen la pena, hermana.
–Oh, sí, no me puedo quejar. A su
padre le hubiera gustado verlos ya grandes. Las chicas, tan buenas, y el pobre
Carlos, tan de su casa.
–Y Alejandro, con tanto porvenir.
–Ah, sí –dijo mamá.
–Fijate nomás en ese nuevo
contrato que le ofrecen...En fin, cuando estés con ánimo le contestarás a tu
hijo; debe andar con la cola entre las piernas pensando que la noticia de la
renovación no te va a gustar.
–Ah, sí –repitió mamá, mirando al
cielo raso–. Decile a Pepa que le escriba, ella ya sabe.
Pepa escribió, sin estar muy
segura de lo que debía decirle a Alejandro, pero convencida de que siempre era
mejor tener un texto completo para evitar contradicciones en las respuestas.
Alejandro, por su parte, se alegró mucho de que mamá comprendiera la
oportunidad que se le presentaba. Lo del tobillo iba muy bien, apenas pudiera
pediría vacaciones para venirse a estar con ellos una quincena. Mamá asintió
con un leve gesto, y preguntó si ya había llegado La Razón para que Carlos le
leyera los telegramas. En la casa todo se había ordenado sin esfuerzo, ahora
que parecían haber terminado los sobresaltos y la salud de mamá se mantenía
estacionaria. Los hijos se turnaban para acompañarla; tío Roque y tía Clelia
entraban y salían en cualquier momento. Carlos le leía el diario a mamá por la
noche, y Pepa por la mañana. Rosa y tía Clelia se ocupaban de los medicamentos
y los baños; tío Roque tomaba mate en su cuarto dos o tres veces al día. Mamá
no estaba nunca sola, no preguntaba nunca por María Laura; cada tres semanas
recibía sin comentarios las noticias de Alejandro; le decía a Pepa que
contestara y hablaba de otra cosa, siempre inteligente y atenta y alejada.
Fue en esta época cuando tío
Roque empezó a leerle las noticias de la tensión con el Brasil. Las primeras
las había escrito en los bordes del diario, pero mamá no se preocupaba por la
perfección de la lectura y después de unos días tío Roque se acostumbró a
inventar en el momento. Al principio acompañaba los inquietantes telegramas con
algún comentario sobre los problemas que eso podía traerle a Alejandro y a los
demás argentinos en el Brasil, pero como mamá no parecía preocuparse dejó de
insistir aunque cada tantos días agravaba un poco la situación. En las cartas
de Alejandro se mencionaba la posibilidad de una ruptura de relaciones, aunque
el muchacho era el optimista de siempre y estaba convencido de que los
cancilleres arreglarían el litigio.
Mamá no hacía comentarios, tal
vez porque aún faltaba mucho para que Alejandro pudiera pedir licencia, pero
una noche le preguntó bruscamente al doctor Bonifaz si la situación con el
Brasil era tan grave como decían los diarios
–¿Con el Brasil? Bueno, sí, las
cosas no andan muy bien –dijo el médico–. Esperemos que el buen sentido de los
estadistas. . .
Mamá lo miraba como sorprendida
de que le hubiese respondido sin vacilar. Suspiró levemente, y cambió la
conversación. Esa noche estuvo más animada que otras veces, y el doctor Bonifaz
se retiró satisfecho. Al otro día se enfermó tía Clelia; los desmayos parecían
cosa pasajera, pero el doctor Bonifaz habló con tío Roque y aconsejó que
internaran a tía Clelia en un sanatorio. A mamá, que en ese momento escuchaba
las noticias del Brasil que le traía Carlos con el diario de la noche, le
dijeron que tía Clelia estaba con una jaqueca que no la dejaba moverse de la
cama. Tuvieron toda la noche para pensar en lo que harían, pero tío Roque
estaba como anonadado después de hablar con el doctor Bonifaz, y a Carlos y a
las chicas les tocó decidir. A Rosa se le ocurrió lo de la quinta de Manolita
Valle y el aire puro; al segundo día de la jaqueca de tía Clelia, Carlos llevó
la conversación con tanta habilidad que fue como si mamá en persona hubiera
aconsejado una temporada en la quinta de Manolita que tanto bien le haría a
Clelia. Un compañero de oficina de Carlos se ofreció para llevarla en su auto,
ya que el tren era fatigoso con esa jaqueca. Tía Clelia fue la primera en
querer despedirse de mamá, y entre Carlos y tío Roque la llevaron pasito a paso
para que mamá le recomendase que no tomara frío en esos autos de ahora y que se
acordara del laxante de frutas cada noche.
–Clelia estaba muy congestionada
–le dijo mamá a Pepa por la tarde–. Me hizo mala impresión, sabés.
–Oh, con unos días en la quinta
se va a reponer lo más bien. Estaba un poco cansada estos meses; me acuerdo de
que Manolita le había dicho que fuera a acompañarla a la quinta.
–¿Sí? Es raro, nunca me lo dijo.
–Por no afligirte, supongo.
–¿Y cuánto tiempo se va a quedar,
hijita?
Pepa no sabía, pero ya le
preguntarían al doctor Bonifaz que era el que había aconsejado el cambio de
aire. Mamá no volvió a hablar del asunto hasta algunos días después (tía Clelia
acababa de tener un síncope en el sanatorio, y Rosa se turnaba con tío Roque
para acompañarla)
–Me pregunto cuándo va a volver
Clelia –dijo mamá.
–Vamos, por una vez que la pobre
se decide a dejarte y a cambiar un poco de aire...
–Sí, pero lo que tenía no era
nada, dijeron ustedes.
–Claro que no es nada. Ahora se
estará quedando por gusto, o por acompañar a Manolita; ya sabés cómo son de
amigas.
–Telefoneá a la quinta y averiguá
cuándo va a volver –dijo mamá.
Rosa telefoneó a la quinta, y le
dijeron que tía Clelia estaba mejor, pero que todavía se sentía un poco débil,
de manera que iba a aprovechar para quedarse. El tiempo estaba espléndido en
Olavarría.
–No me gusta nada eso –dijo
mamá–. Clelia ya tendría que haber vuelto.
–Por favor, mamá, no te preocupés
tanto. ¿Por qué no te mejorás vos lo antes posible, y te vas con Clelia y
Manolita a tomar sol a la quinta?
–¿Yo? –dijo mamá, mirando a
Carlos con algo que se parecía al asombro, al escándalo, al insulto. Carlos se
echó a reír para disimular lo que sentía (tía Clelia estaba gravísima, Pepa
acababa de telefonear) y la besó en la mejilla como a una niña traviesa.
–Mamita tonta –dijo, tratando de
no pensar en nada.
Esa noche mamá durmió mal y desde
el amanecer preguntó por Clelia, como si a esa hora se pudieran tener noticias
de la quinta (tía Clelia acababa de morir y habían decidido velarla en la
funeraria). A las ocho llamaron a la quinta desde e1 teléfono de la sala, para
que mamá pudiera escuchar la conversación, y por suerte tía Clelia había pasado
bastante buena noche aunque el médico de Manolita aconsejaba que se quedase
mientras siguiera el buen tiempo. Carlos estaba muy contento con el cierre de
la oficina por inventario y balance, y vino en piyama a tomar mate al pie de la
cama de mamá y a darle conversación.
–Mirá –dijo mamá–, yo creo que
habría que escribirle a Alejandro que venga a ver a su tía. Siempre fue el
preferido de Clelia, y es justo que venga.
–Pero si tía Clelia no tiene
nada, mamá. Si Alejandro no ha podido venir a verte a vos, imaginate...
–Allá él –dijo mamá–. Vos
escribile y decile que Clelia está enferma y que debería venir a verla.
–¿Pero cuántas veces te vamos a
repetir que lo de tía Clelia no es grave?
–Si no es grave, mejor. Pero no
te cuesta nada escribirle.
Le escribieron esa misma tarde y
le leyeron la carta a mamá. En los días en que debía llegar la respuesta de
Alejandro (tía Clelia seguía bien, pero el médico de Manolita insistía en que
aprovechara el buen aire de la quinta), la situación diplomática con el Brasil
se agravó todavía más y Carlos le dijo a mamá que no sería raro que las cartas
de Alejandro se demoraran.
–Parecería a propósito –dijo
mamá–. Ya vas a ver que tampoco podrá venir él.
Ninguno de ellos se decidía a
leerle la carta de Alejandro. Reunidos en el comedor, miraban al lugar vacío de
tía Clelia, se miraban entre ellos, vacilando.
–Es absurdo –dijo Carlos–. Ya
estamos tan acostumbrados a esta comedia, que una escena más o menos...
–Entonces llevásela vos –dijo
Pepa, mientras se le llenaban los ojos de lágrimas y se los secaba con la
servilleta.
–Qué querés, hay algo que no
anda. Ahora cada vez que entro en su cuarto estoy como esperando una sorpresa,
una trampa, casi.
–La culpa la tiene María Laura
–dijo Rosa–. Ella nos metió la idea en la cabeza y ya no podemos actuar con
naturalidad. Y para colmo tía Clelia...
–Mirá, ahora que lo decís se me
ocurre que convendría hablar con María Laura –dijo tío Roque–. Lo más lógico
sería que viniera después de sus exámenes y le diera a tu madre la noticia de
que Alejandro no va a poder viajar.
–Pero a vos no te hiela la sangre
que mamá no pregunte más por María Laura, aunque Alejandro la nombra en todas
sus cartas?
–No se trata de la temperatura de
mi sangre –dijo tío Roque–. Las cosas se hacen o no se hacen, y se acabó.
A Rosa le llevó dos horas
convencer a María Laura, pero era su mejor amiga y María Laura los quería
mucho, hasta a mamá aunque le diera miedo. Hubo que preparar una nueva carta,
que María Laura trajo junto con un ramo de flores y las pastillas de mandarina
que le gustaban a mamá. Sí, por suerte ya habían terminado los exámenes peores,
y podría irse unas semanas a descansar a San Vicente.
–El aire del campo te hará bien
–dijo mamá–. En cambio a Clelia... ¿Hoy llamaste a la quinta, Pepa? Ah, sí,
recuerdo que me dijiste... Bueno, ya hace tres semanas que se fue Clelia, y
mirá vos...
María Laura y Rosa hicieron los
comentarios del caso, vino la bandeja del té, y María Laura le leyó a mamá unos
párrafos de la carta de Alejandro con la noticia de la internación provisional
de todos los técnicos extranjeros, y la gracia que le hacía estar alojado en un
espléndido hotel por cuenta del gobierno, a la espera de que los cancilleres
arreglaran el conflicto. Mamá no hizo ninguna reflexión, bebió su taza de tilo
y se fue adormeciendo. Las muchachas siguieron charlando en la sala, más
aliviadas. María Laura estaba por irse cuando se le ocurrió lo del teléfono y
se lo dijo a Rosa. A Rosa le parecía que también Carlos había pensado en eso, y
más tarde le habló a tío Roque, que se encogió de hombros. Frente a cosas así
no quedaba más remedio que hacer un gesto y seguir leyendo el diario. Pero Rosa
y Pepa se lo dijeron también a Carlos, que renunció a encontrarle explicación a
menos de aceptar lo que nadie quería aceptar.
–Ya veremos –dijo Carlos–.
Todavía puede ser que se le ocurra y nos lo pida. En ese caso...
Pero mamá no pidió nunca que le
llevaran el teléfono para hablar personalmente con tía Clelia. Cada mañana
preguntaba si había noticias de la quinta, y después se volvía a su silencio
donde el tiempo parecía contarse por dosis de remedios y tazas de tisana. No le
desagradaba que tío Roque viniera con La Razón para leerle las últimas noticias
del conflicto con el Brasil, aunque tampoco parecía preocuparse si el diariero
llegaba tarde o tío Roque se entretenía más que de costumbre con un problema de
ajedrez. Rosa y Pepa llegaron a convencerse de que a mamá la tenía sin cuidado
que le leyeran las noticias, o telefonearan a la quinta, o trajeran una carta
de Alejandro. Pero no se podía estar seguro porque a veces mamá levantaba la
cabeza y las miraba con la mirada profunda de siempre, ni la que no había
ningún cambio, ninguna aceptación. La rutina los abarcaba a todos, y para Rosa
telefonear a un agujero negro en el extremo del hilo era tan simple y cotidiano
como para tío Roque seguir leyendo falsos telegramas sobre un fondo de anuncios
de remates o noticias de fútbol, o para Carlos entrar con las anécdotas de su
visita a la quinta de Olavarría y los paquetes de frutas que les mandaban
Manolita y tía Clelia. Ni siquiera durante los últimos meses de mamá cambiaron
las costumbres, aunque poca importancia tuviera ya. El doctor Bonifaz les dijo
que por suerte mamá no sufriría nada y que se apagaría sin sentirlo. Pero mamá
se mantuvo lúcida hasta el fin, cuando ya los hijos la rodeaban sin poder
fingir lo que sentían.
–Qué buenos fueron conmigo –dijo
mamá–. Todo ese trabajo que se tomaron. para que no sufriera.
Tío Roque estaba sentado junto a
ella y le acarició jovialmente la mano, tratándola de tonta. Pepa y Rosa,
fingiendo buscar algo en la cómoda, sabían ya que María Laura había tenido
razón; sabían lo que de alguna manera habían sabido siempre.
–Tanto cuidarme... –dijo mamá, y
Pepa apretó la mano de Rosa, porque al fin y al cabo esas dos palabras volvían
a poner todo en orden, restablecían la larga comedia necesaria. Pero Carlos, a
los pies de la cama, miraba a mamá como si supiera que iba a decir algo más.
–Ahora podrán descansar –dijo
mamá–. Ya no les daremos más trabajo.
Tío Roque iba a protestar, a
decir algo, pero Carlos se le acercó y le apretó violentamente el hombro. Mamá
se perdía poco a poco en una modorra, y era mejor no molestarla.
Tres días después del entierro
llegó la última carta de Alejandro, donde como siempre preguntaba por la salud
de mamá y de tía Clelia. Rosa, que la había recibido, la abrió y empezó a
leerla sin pensar, y cuando levantó la vista porque de golpe las lágrimas la
cegaban, se dio cuenta de que mientras la leía había estado pensando en cómo
habría que darle a Alejandro la noticia de la muerte de mamá.
FIN
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
Etiquetas
- Antiliteratura y Poesía (10)
- ARTES (38)
- Carlos Solero (27)
- CINE (28)
- CORTOMETRAJES (26)
- CUENTOS (4)
- De acá y del otro lado del mundo (34)
- EL GRAN ULI - ENTO (9)
- ESCRITOS - Mujeres (17)
- ESCRITOS DE BIDET (11)
- FOTO (18)
- FOTO-Antiliteratura y Poesía (13)
- FOTO-MUJERES (9)
- FRASES (6)
- GRABADO (8)
- GRAFFITI-ESTÉNCIL-HUELLA (8)
- IMÁGENES-La PACHAMAMA es nuestra (7)
- MEDIOS (5)
- Memoria-imágenes (12)
- MÚSICA - AUDIOS (12)
- NUESTRA SALUD (5)
- POESÍA (23)
- RECUERDO-OLVIDO-DESAPARICIONES (43)
- REFLEXIONES (64)
- TIERRA-LUZ-AGUA-AIRE no se negocian (73)
- v (1)
- VÍDEO-ARTE (21)
- VÍDEO-LA PACHAMAMA ES NUESTRA (32)
- VÍDEO-MUJERES (8)
- VÍDEOS (68)
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.