Miss Amnesia
La muchacha
abrió los ojos y se sintió apabullada por su propio desconcierto.
No recordaba
nada. Ni su nombre, ni su edad, ni sus señas. Vio que su falda era marrón y que
la blusa era crema. No tenía cartera. Su reloj pulsera marcaba las cuatro y
cuarto. Sintió que su lengua estaba pastosa y que las sienes le palpitaban.
Miró sus manos y vio que las uñas tenían un esmalte transparente. Estaba
sentada en el banco de una plaza con árboles, una plaza que en el centro tenía
una fuente vieja, con angelitos, y algo así como tres platos paralelos. Le
pareció horrible. Desde su banco veía comercios, grandes letreros. Pudo leer:
Nogaró, Cine Club, Porley Muebles, Marcha, Partido Nacional. Junto a su pie
izquierdo vio un trozo de espejo, en forma de triángulo. Lo recogió. Fue
consciente de una enfermiza curiosidad cuando se enfrentó a aquel rostro que
era el suyo. Fue como si lo viera por primera vez. No le trajo ningún recuerdo.
Trató de calcular su edad. Tendré dieciséis o diecisiete años, pensó.
Curiosamente, recordaba los nombres de las cosas (sabía que esto era un banco,
eso una columna, aquello una fuente, aquello otro un letrero), pero no podía
situarse a sí misma en un lugar y en un tiempo.
Volvió a pensar, esta vez en
voz alta: “Sí debo tener dieciséis o diecisiete”, sólo para confirmar que era
una frase en español. Se preguntó si además hablaría otro idioma. Nada. No
recordaba nada. Sin embargo, experimentaba una sensación de alivio, de
serenidad, casi de inocencia. Estaba asombrada, claro, pero el asombro no le
producía desagrado. Tenía la confusa impresión de que esto era mejor que
cualquier otra cosa, corno si a sus espaldas quedara algo abyecto, algo
horrible. Sobre su cabeza el verde de los árboles tenía dos tonos, y el cielo
casi no se veía. Las palomas se acercaron a ella, pero en seguida se retiraron,
defraudadas. En realidad, no tenía nada para darles. Un mundo de gente pasaba
junto al banco, sin prestarle atención. Sólo algún muchacho la miraba. Ella
estaba dispuesta a dialogar, incluso lo deseaba, pero aquellos volubles contempladores
siempre terminaban por vencer su vacilación y seguían su camino. Entonces
alguien se separó de la corriente. Era un hombre cincuentón, bien vestido,
peinado impecablemente, con alfiler de corbata y portafolio negro. Ella intuyó
que le iba a hablar. ¿Me habrá reconocido? pensó. Y tuvo miedo de que aquel
individuo la introdujera nuevamente en su pasado. Se sentía tan feliz en su
confortable olvido. Pero el hombre simplemente vino y preguntó: “¿Le sucede
algo, señorita?” Ella lo contempló largamente. La cara del tipo le inspiró
confianza. En realidad, todo le inspiraba confianza. “Hace un rato abrí los
ojos en esta plaza y no recuerdo nada, nada de lo de antes.” Tuvo la impresión
de que no eran necesarias más palabras. Se dio cuenta de su propia sonrisa
cuando vio que el hombre también sonreía. Él le tendió la mano. Dijo: “Mi
nombre es Roldán, Félix Roldán”. “Yo no sé mi nombre”, dijo ella, pero estrechó
la mano. “No importa. Usted no puede quedarse aquí. Venga conmigo. ¿Quiere?”
Claro que quería. Cuando se incorporó, miró hacia las palomas que otra vez la
rodeaban, y reflexionó: Qué suerte, soy alta. El hombre llamado Roldán la tomó
suavemente del codo, y le propuso un rumbo. “Es cerca”, dijo. ¿Qué sería lo
cerca? No importaba. La muchacha se sentía como una turista. Nada le era
extraño y sin embargo no podía reconocer ningún detalle. Espontáneamente,
enlazó su brazo débil con aquel brazo fuerte. El traje era suave, de una tela
peinada, seguramente costosa. Miró hacia arriba (el hombre era alto) y le
sonrió. Él también sonrió, aunque esta vez separó un poco los labios. La
muchacha alcanzó a ver un diente de oro. No preguntó por el nombre de la
ciudad. Fue él quien le instruyó: “Montevideo”. La palabra cayó en un hondo
vacío. Nada. Absolutamente nada. Ahora iban por una calle angosta, con baldosas
levantadas y obras en construcción. Los autobuses pasaban junto al cordón y a
veces provocaban salpicaduras de un agua barrosa. Ella pasó la mano por sus
piernas para limpiarse unas gotas oscuras. Entonces vio que no tenía medias. Se
acordó de la palabra medias. Miró hacia arriba y encontró unos balcones viejos,
con ropa tendida y un hombre en pijama. Decidió que le gustaba la ciudad.
“Aquí
estamos”, dijo el hombre llamado Roldán junto a una puerta de doble hoja. Ella
pasó primero. En el ascensor, el hombre marcó el piso quinto. No dijo una
palabra, pero la miró con ojos inquietos. Ella retribuyó con una mirada
rebosante de confianza. Cuando él sacó la llave para abrir la puerta del apartamento,
la muchacha vio que en la mano derecha él llevaba una alianza y además otro
anillo con una piedra roja. No pudo recordar cómo se llamaban las piedras
rojas. En el apartamento no había nadie. Al abrirse la puerta, llegó de adentro
una bocanada de olor a encierro, a confinamiento. El hombre llamado Roldán
abrió una ventana y la invitó a sentarse en uno de los sillones. Luego trajo
copas, hielo, whisky. Ella recordó las palabras hielo y copa. No la palabra
whisky. El primer trago de alcohol la hizo toser, pero le cayó bien. La mirada
de la muchacha recorrió los muebles, las paredes, los cuadros. Decidió que el
conjunto no era armónico, pero estaba en la mejor disposición de ánimo y no se
escandalizó. Miró otra vez al hombre y se sintió cómoda, segura. Ojalá nunca
recuerde nada hacia atrás, pensó. Entonces el hombre soltó una carcajada que la
sobresaltó, “Ahora decime, mosquita muerta. Ahora que estamos solos y
tranquilos, eh, vas a decirme quién sos.” Ella volvió a toser y abrió
desmesuradamente los ojos. “Ya le dije, no me acuerdo.” Le pareció que el
hombre estaba cambiando vertiginosamente, como si cada vez estuviera menos
elegante y más ramplón, como si por debajo del alfiler de corbata o del traje
de tela peinada, le empezara a brotar una espesa vulgaridad, una inesperada
antipatía. “¿Miss Amnesia? ¿Verdad?” Y eso ¿qué significaba? Ella no entendía
nada, pero sintió que empezaba a tener miedo, casi tanto miedo de este absurdo
presente como del hermético pasado. “Che, miss Amnesia”, estalló el hombre en
otra risotada, “¿sabes que sos bastante original? Te juro que es la primera vez
que me pasa algo así. ¿Sos nueva ola o qué?” La mano del hombre llamado Roldán
se aproximó. Era la mano del mismo brazo fuerte que ella había tomado
espontáneamente allá en la plaza. Pero en rigor era otra mano. Velluda,
ansiosa, casi cuadrada. Inmovilizada por el terror, ella advirtió que no podía
hacer nada. La mano llegó al escote y trató de introducirse. Pero había cuatro
botones que dificultaban la operación. Entonces la mano tiró hacia abajo y
saltaron tres de los botones. Uno de ellos rodó largamente hasta que se
estrelló contra el zócalo. Mientras duró el ruidito, ambos quedaron inmóviles.
La muchacha aprovechó esa breve espera involuntaria para incorporarse de un
salto, con el vaso todavía en la mano. El hombre llamado Roldán se le fue
encima. Ella sintió que el tipo la empujaba hacia un amplio sofá tapizado de
verde. Sólo decía: “Mosquita muerta, mosquita muerta”. Se dio cuenta de que el
horrible aliento del tipo se detenía primero en su pescuezo, luego en su oreja,
después en sus labios. Advirtió que aquellas manos poderosas, repugnantes,
trataban de aflojarle la ropa. Sintió que se asfixiaba, que ya no daba más.
Entonces notó que sus dedos apretaban aún el vaso que había tenido whisky. Hizo
otro esfuerzo sobrehumano, se incorporó a medias, y pegó con el vaso, sin
soltarlo, en el rostro de Roldán. Éste se fue hacia atrás, se balanceó un poco
y finalmente resbaló junto al sofá verde. La muchacha asumió íntegramente su pánico.
Saltó sobre el cuerpo del hombre, aflojó al fin el vaso (que cayó sobre una
alfombrita, sin romperse), corrió hacia la puerta, la abrió, salió al pasillo y
bajó espantada los cinco pisos. Por la escalera, claro. En la calle pudo
acomodarse el escote, gracias al único botón sobreviviente. Empezó a caminar
ligero, casi corriendo. Con espanto, con angustia, también con tristeza y
siempre pensando: Tengo que olvidarme de esto, tengo que olvidarme de esto.
Reconoció la plaza y reconoció el banco en que había estado sentada. Ahora
estaba vacío. Así que se sentó. Una de las palomas pareció examinarla, pero
ella no estaba en condiciones de hacer ningún gesto. Sólo tenía una idea
obsesiva: Tengo que olvidarme, Dios mío haz que me olvide también de esta
vergüenza. Echó la cabeza hacia atrás y tuvo la sensación de que se desmayaba.
Cuando la
muchacha abrió los ojos, se sintió apabullada por su desconcierto. No recordaba
nada. Ni su nombre, ni su edad, ni sus señas. Vio que su falda era marrón y que
su blusa, en cuyo escote faltaban tres botones, era de color crema. No tenía
cartera. Su reloj marcaba las siete y veinticinco. Estaba sentada en el banco
de una plaza con árboles, una plaza que en el centro tenía una fuente vieja,
con angelitos y algo así como tres platos paralelos. Le pareció horrible. Desde
el banco veía comercios, grandes letreros. Pudo leer: Nogaró, Cine Club, Porley
Muebles, Marcha, Partido Nacional. Nada. No recordaba nada. Sin embargo,
experimentaba una sensación de alivio, de serenidad, casi de inocencia. Tenía
la confusa impresión de que esto era mejor que cualquier otra cosa, como si a
sus espaldas quedara algo abyecto, algo terrible. La gente pasaba junto al
banco. Con niños, con portafolios, con paraguas. Entonces alguien se separó de
aquel desfile interminable. Era un hombre cincuentón, bien vestido, peinado
impecablemente, con portafolio negro, alfiler de corbata y un parchecito blanco
sobre el ojo. ¿Será alguien que me conoce? pensó ella, y tuvo miedo de que
aquel individuo la introdujera nuevamente en su pasado. Se sentía tan feliz en
su confortable olvido. Pero el hombre se acercó y preguntó simplemente: “¿Le
sucede algo, señorita?” Ella le contempló largamente. La cara del tipo le
inspiró confianza. En realidad, todo le inspiraba confianza. Vio que el hombre
le tendía la mano y oyó que decía: “Mi nombre es Roldán. Félix Roldán”. Después
de todo, el nombre era lo de menos. Así que se incorporó y espontáneamente
enlazó su brazo débil con aquel brazo fuerte.
FIN
(La muerte y otras
sorpresas, 1968)
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