Racismo y discriminación
domingo, 4 de julio de 2010
2 Bariloches
Racismo y discriminación
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pobreza y hambre que no se noten
Por María Esperanza Casullo *
Es muy duro ser pobre en la Patagonia. Es duro ser pobre en todos lados. Pero imagínense ustedes vivir sin gas, sin agua y sin cloacas en ciudades donde en otoño llueve durante tres meses seguidos y en invierno hace 10 grados bajo cero y se acumulan 40 cm de nieve y hielo. Vivir en casillas de madera y chapa, calefaccionándose con leña, siempre robada o conseguida de manera furtiva, o quemando lo que uno encuentre, en lo alto de la meseta (los barrios pobres están siempre en los lugares más altos y más inhóspitos de la meseta), en una región famosa por su viento de más de ochenta kilómetros por hora. Imagínense vivir a kilómetros de los centros urbanos, en un lugar en el que el colectivo pasa a horarios impredecibles, y donde hay que esperar cuarenta minutos debajo de la lluvia o la nevisca.
En los barrios de casillas de las ciudades patagónicas (que tienen nombres como “El Cañadón de las Cabras”, “El Buenos Aires Chico” o “Toma 15”) hay, cada invierno, decenas de muertes por monóxido de carbono e incendios, ya que la leña o el carbón se queman, en general, en tachos o braseros.
En uno de estos barrios de la meseta una pediatra que conozco le preguntó a un paciente cuántos años tenía. La respuesta fue “no sé”. “Bueno, ¿cuándo te festejan el cumpleaños?” “No sé. ¿Qué es un cumpleaños?”, fue la respuesta.
Ahora, si es duro ser pobre en la Patagonia, es aún más duro ser pobre en Bariloche.
Porque Bariloche no es una ciudad, sino dos. La geografía misma organiza esta doble identidad: de un lado del cerro, hacia el lago, está el Bajo. Del otro lado, hacia atrás, hacia la meseta, está el Alto.
El Bajo es una ciudad rica, dedicada al turismo y al ski y llena de camionetas cuatro por cuatro. La ciudad del centro, el Bajo, se imagina a sí misma suiza o alemana. Es una ciudad que organiza su famoso desfile de “colectividades extranjeras”, pero que en realidad es el desfile de los descendientes de alemanes, austríacos y suizos, ya que no desfilan ni los descendientes de chilenos ni los miles de bolivianos que ahora viven allí. Es una ciudad en donde el Ejército y la Iglesia tienen todavía una gran presencia. Es la ciudad en donde hubo una marcha de vecinos para pedir que no extraditaran a Erich Priebke.
El Alto, del otro lado de la cadena de cerros que le da a Bariloche su espectacular vista, no tiene nada de eso. No tiene asfalto, no tiene gas, no tiene cloacas y no tiene casi transporte público. No tiene vista al Nahuel Huapi, ni a ningún otro lago. Tiene, o tenía hasta hace poco, el desempleo más alto de la provincia de Río Negro. No tiene hospital, no tiene basurero. Tiene mucha población joven, altas tasas de delito y muchos homicidios, varios de ellos a manos policiales.
Gracias al cerro que los oculta, los habitantes del Bajo no sólo no comparten la ciudad con los del Alto, sino que ni siquiera los ven. Con sólo no pasar nunca “del otro lado”, es perfectamente posible hacer como que los del Alto no existen.
Salvo, como me dijo una barilochense, que un día los del Alto “bajen”. Que bajen para matar o robar. Que bajen para alterar el equilibrio natural de la ciudad que, en realidad, son dos.
Casi el único contacto que tienen las dos ciudades entre sí es, la mayoría de las veces, la ocasión de un delito o un hecho de violencia. (Y el trabajo en servicios, claro está. Según leí, uno de los adolescentes asesinados trabajaba en las cocinas del Hotel Llao Llao, emblema de la cultura del lujo no ya nacional, sino mundial. Lo esperable, sin embargo, es que luego de la jornada de trabajo se produzca el retorno a los barrios del Alto sin más.)
El manejo de la aduana de frontera, simbólica y real, entre el Bajo y el Alto, queda obviamente a cargo de la policía de la provincia de Río Negro. Una policía cuyo principal rol, a ojos de la comunidad, es asegurar que Alto y Bajo no se crucen.
Una policía cuyo lema es “soporta y abstente”. Una policía que está, como casi todas las policías provinciales de nuestro país, autonomizada del poder político, salvo cuando éste, por afinidad electiva, ordena reprimir. Una policía que tiene antecedentes de casos muy similares en Viedma y otras ciudades.
Y así murieron tres personas, dos de ellas adolescentes, bajo balas policiales.
Y, como no son de la ciudad del Bajo, sino de la ciudad del Alto, esas muertes tienen otro precio. Un precio, digamos, más bien bajo.
Quedan de esta situación tres interrogantes:
Primero, cómo puede superarse una situación de fragmentación social tan intensa. No sólo en términos prácticos (aquí claramente sería necesaria una inversión estatal intensísima en infraestructura urbana, en educación y salud) sino, más aún, culturales y simbólicos. En estos días hubo en Bariloche no una, sino dos marchas en apoyo a la policía provincial y en reclamo de seguridad, cuando aquí de lo que hablamos es de ejecuciones sumarias. Esto habla de una comunidad que no reconoce a los asesinados como hijos propios, que no se da a sí misma ni siquiera un momento de duelo, que se abroquela en las mismas posiciones. Que lo único que pide es que reconstruya la frontera entre las dos ciudades, volver al orden natural que no debería haberse roto.
El segundo tiene que ver con el silencio atroz de la política. El gobernador radical Saiz pidió “no politizar la tragedia” y no dijo nada más. Hasta ahora, sólo anunció el traslado de una comisaría. No dijo nada de qué pasará con los responsables, ni anunció reformas en una policía que tiene un historial horroroso. Tampoco ha dicho nada sobre este caso el gobierno nacional, aliado del gobernador. Obviamente, este silencio disminuye las posibilidades de darle una salida negociada y productiva a la situación.
El tercero es el silencio de los diarios provinciales y nacionales. El principal diario rionegrino sólo le da voz al temor de comerciantes del Bajo a que “vuelvan a bajar” los del Alto. Pero otros diarios, de perfil más progresista, incluyendo a Página/12, trataron estas muertes de manera anecdótica o marginal. Esto habla, según creo, del default ideológico del progresismo con respecto al tema de la seguridad ciudadana, y de la urgencia de construir una agenda y un discurso progresista acerca de la demanda de seguridad y de sus políticas públicas que vaya más allá de un discurso académico que vincula pobreza con delito. No alcanza con mostrar que las tasas de criminalidad han bajado en los últimos años. No alcanza con denunciar la “sensación mediática” de inseguridad. Los gobiernos progresistas necesitan descubrir qué hacer con la demanda ciudadana de seguridad, qué hacer para subsumir las fuerzas de seguridad al poder civil, y qué hacer para bajar las tasas de delito de manera a la vez efectiva y respetuosa de los derechos humanos. Mientras estas políticas públicas y estos discursos no existan, la seguridad seguirá siendo el puntal de una derecha cultural que naturaliza y legitima el uso de las fuerzas de seguridad como garantes y sostenedores de la dominación represiva de amplios sectores sociales.
* Politóloga. Editora de Artepolitica.com
Nota publicada por Página 12 el 23/07/2010
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